PARÍS. Juan Francisco Rodríguez Montoya, conocido desde adolescente como Juan Soriano, por el segundo apellido de su padre, un «genio primordial», dibujante, pintor, escultor, ceramista, escenógrafo, decorador, gran maestro en el arte de vivir en cuarentena, libre, que trabajó, durante toda su vida, como «puente» entre las culturas mexicanas y españolas, americanas y europeas, murió ayer en México.
Nació en Guadalajara, Jalisco, y quizá sufrió desde muy niño una sensibilidad artística y sensual muy viva, rodeado de mujeres muy enérgicas. Descubrió la pintura europea a través de las estampas y libros de algunos amigos de la familia. Y pronto supo que lo suyo era el arte, en las más variadas manifestaciones, desde vestir muñecas a adorar la gran pintura clásica. Antes de viajar a México, siguiendo a su hermana Marta, a los quince años, ya había comenzado a exponer a intentar buscar su atormentado camino. En México estudia y llega a ser maestro de dibujo. A finales de los años treinta, Soriano estudia, vive, se enamora, pinta, trabaja, enseña, expone y debuta como escenógrafo de obras de Maeterlinch y Bernard Shaw.
A finales de los años treinta, Soriano conoce a Octavio Paz, que será el primero de sus grandes críticos, y viaja a California. De vuelta a México, da clases del dibujo. Entre el fin de la guerra civil y el estallido de la segunda guerra mundial, Soriano vive experiencias decisivas. Él ya sabe que lo suyo no serán las vanguardias europeas. La llegada a México de los desterrados españoles tendrá para Soriano una importancia capital.
Amigo de Gaya y Zambrano
Soriano hablaba con devoción de María Zambrano y de Ramón Gaya, que fueron sus amigos fraternales. Con ambos volvió a cruzarse en Roma. Los tres compartían un rechazo sensible hacia lo «moderno» y lo «contemporáneo» y un respeto capital hacia lo sagrado, que cada uno asumió de muy distinta manera. Soriano siguió viajando (Nueva York) e incluso llegaría a vivir varios años en Roma y París. Cada viaje, cada encuentro, fue para Soriano la revelación de un nuevo mundo. Atenas, Roma, París, Madrid... distintos mundos donde Soriano se instalaba, miraba, trabajaba, absorbía, para volver a su México natal y seguir construyendo una obra proteica.
Las tecarrotas de Soriano son indisociables de la gran artesanía mexicana. Pero también es imprescindible relacionarlas con el arte griego arcaico. Buena parte de la pintura de Soriano está relacionada con el surrealismo, que el maestro descubrió con su amiga Lola Álvarez Bravo. Pero Soriano cultiva un surrealismo figurativo, muy alejado de las «alucinaciones» de Matta, con el que también se cruzó en Nueva York y Roma.
Con los años, Soriano hundió para siempre sus raíces en su tierra mexicana, sin romper completamente con el encanto de sus viajes, reclamado desde América y desde Europa, con cierta parsimonia. Tuvo que esperar hasta 1997 para ser homenajeado con una gran retrospectiva en el Reina Sofía. Este museo le dedicará otra exposición de homenaje en noviembre. El premio Velázquez data de hace apenas unos meses. Soriano hizo una obra única y esencial. Al margen de todas las escuelas dominantes, de las que siempre desconfió. Y, sin embargo, desde muy pronto reconocido, por Octavio Paz, precisamente, como un maestro esencial.